Púrpura
- Si tuviera que describirte en un color, de seguro sería el púrpura...- le dijo así, sin mas, y ella no supo si preguntarle en ese mismísimo momento para saciar su curiosidad o si dejar pasar unos segundos hasta recibir una explicación a tal afirmación cuando él lo deseara.
Decidió finalmente quedarse en silencio, y no pasó mucho tiempo hasta que él le explicó. Le dijo que para definirla, debía buscar algo que tuviera necesariamente dos partes. Una referida a la calidez, la dulzura, el amor, la pasión que ella emanaba, así a simple vista. Y otra que tuviera relación con un dejo de tristeza, una pena, algún dolor que sin lugar a dudas estaba presente en su piel. Así es que eligió el púrpura. Una parte de rojo, de amor, de pasión y de dulzura, y una parte de azul, de tristeza, de dolor. Púrpura. Púrpura. Ese era su color.
Siguieron pasando las horas, mientras ellos se distraían en colores, músicas, amores...
El día estaba especial para estar ahí. Un bar, en plena tarde, con calor y olor a verano.
Una mesa, una baranda, un jugo de naranja y un café. Y todo se resumía a ese escenario, (porque claro, las mujeres son siempre mas escénicas que los hombres, o así lo dijo él).
Hablaron, mucho. Se miraron, también mucho. Sonrieron.
El le confesó que a veces se sentía pasado de época, (especialmente cuando veía como se vestían ahora las chicas jóvenes) y que le hubiera gustado vivir en los años 50 en Europa. Le contó que había dos cosas que le faltaban para ser enteramente feliz, le mostró fotos de su amor, le contó de su casa, de su hogar, de los quesos y de la cocina.
Y ella también. Le contó de su familia, de su casa, de cómo amaba al país en el que vivía, de cuán necesario era erradicar la ignorancia del mundo, de que había tres cosas que la hacían sonreír, y que pensar era una de ellas.
Y él la hizo sonreir, muchas muchas veces en la tarde... y pensar, también.
Lo cierto es que en pocas horas lograron conocerse. Sabían, aunque mas no fuera lo necesario para sentirse amigos.
El la miraba, y ella también. Y había un algo. Ella no sabia bien qué era, y tampoco deseaba averiguarlo. ¿Para qué? Si estaba bien así. El era todo lo que ella había esperado encontrarse.
Siguieron hablando. El retrasó una cita que tenia después, para quedarse aunque fuera un rato mas, y ella se sintió halagada.
Pasaron el tiempo que quedaba, hablando. Pensando, intentando explicarse y sintiéndose comprendidos.
Se despidieron. Quedaron en volver a verse, pronto, muy pronto.
Se abrazaron. Un abrazo muy fuerte, muy calido.
Y él se fue. Y ella también, se fue. Y se fue pensando cómo haría para enseñarle su mundo. Lo que ella podía ver de su país, de su lugar. Cómo convencerlo de que no se fuera. De que las cosas todavía tenían un valor, y de que, sin lugar a dudas, servían para algo.
Decidió finalmente quedarse en silencio, y no pasó mucho tiempo hasta que él le explicó. Le dijo que para definirla, debía buscar algo que tuviera necesariamente dos partes. Una referida a la calidez, la dulzura, el amor, la pasión que ella emanaba, así a simple vista. Y otra que tuviera relación con un dejo de tristeza, una pena, algún dolor que sin lugar a dudas estaba presente en su piel. Así es que eligió el púrpura. Una parte de rojo, de amor, de pasión y de dulzura, y una parte de azul, de tristeza, de dolor. Púrpura. Púrpura. Ese era su color.
Siguieron pasando las horas, mientras ellos se distraían en colores, músicas, amores...
El día estaba especial para estar ahí. Un bar, en plena tarde, con calor y olor a verano.
Una mesa, una baranda, un jugo de naranja y un café. Y todo se resumía a ese escenario, (porque claro, las mujeres son siempre mas escénicas que los hombres, o así lo dijo él).
Hablaron, mucho. Se miraron, también mucho. Sonrieron.
El le confesó que a veces se sentía pasado de época, (especialmente cuando veía como se vestían ahora las chicas jóvenes) y que le hubiera gustado vivir en los años 50 en Europa. Le contó que había dos cosas que le faltaban para ser enteramente feliz, le mostró fotos de su amor, le contó de su casa, de su hogar, de los quesos y de la cocina.
Y ella también. Le contó de su familia, de su casa, de cómo amaba al país en el que vivía, de cuán necesario era erradicar la ignorancia del mundo, de que había tres cosas que la hacían sonreír, y que pensar era una de ellas.
Y él la hizo sonreir, muchas muchas veces en la tarde... y pensar, también.
Lo cierto es que en pocas horas lograron conocerse. Sabían, aunque mas no fuera lo necesario para sentirse amigos.
El la miraba, y ella también. Y había un algo. Ella no sabia bien qué era, y tampoco deseaba averiguarlo. ¿Para qué? Si estaba bien así. El era todo lo que ella había esperado encontrarse.
Siguieron hablando. El retrasó una cita que tenia después, para quedarse aunque fuera un rato mas, y ella se sintió halagada.
Pasaron el tiempo que quedaba, hablando. Pensando, intentando explicarse y sintiéndose comprendidos.
Se despidieron. Quedaron en volver a verse, pronto, muy pronto.
Se abrazaron. Un abrazo muy fuerte, muy calido.
Y él se fue. Y ella también, se fue. Y se fue pensando cómo haría para enseñarle su mundo. Lo que ella podía ver de su país, de su lugar. Cómo convencerlo de que no se fuera. De que las cosas todavía tenían un valor, y de que, sin lugar a dudas, servían para algo.